Por Fátima Ramos (@fatima_ramos_ig) escritora.
A pesar de vivir en la era digital, donde predominan los estímulos más inmediatos de las imágenes y lo audiovisual, el texto sigue colándose entre los nuevos formatos y dispositivos. El texto no se halla solo en el negro sobre blanco, sino en todas las tonalidades y espacios. Se transforma para seguir estando presente de una forma u otra.
Es un tejido que nos acompaña desde casi siempre. Buscamos dejarlo fijado, escrito en algún lugar con la intención de que perdure y volver a él para releerlo, pero ¿de verdad volvemos al mismo texto?
Igual que no nos bañamos en un mismo río, tampoco leemos el mismo escrito. ¿Acaso somos la misma persona que vuelve a ese contenido?
Cuando nos colocamos frente a un texto, haya sido leído antes o no, se abre ante nosotros nuevos discursos que laten, que golpean por emerger a la luz.
El texto siempre excede al autor. El lector es quien lo concreta, rellena huecos e inferencias con su imaginación y su memoria, le da sentido para sí mismo. Es por esto por lo que lo escrito, no tiene una única cara, sino que posee una forma poliédrica, una pluralidad. El observador influye en lo observado, impregna su propia impronta y significado.
Cada uno de nosotros como lector, y como receptor de la vida en general, lleva consigo un cúmulo de información: horizonte de expectativas, lecturas previas, experiencia vital, contexto cultural e histórico, una forma de interactuar, un conocimiento intertextual, etc. Todo esto moldea la percepción de lo que leemos, es por eso que el texto es un elemento orgánico, que va mutando.
De igual forma, así como el lector da un sentido al texto, este también transforma al lector. Después de leer, siempre que se trate de una lectura atenta, uno deja de ser la misma persona. Existe, pues, un movimiento bidireccional.
Todo texto tiene además un discurso, busca explicar o expresar algo de la realidad. Una silla es real, pero si en esa silla era donde se sentaba mi abuela para mirar por la ventana, le pone un valor dentro de mi realidad. Un bisonte es real, pero cuando se relata en un dibujo de las Cuevas de Altamira, nos cuenta cómo era la realidad de esos pobladores de antaño. Nosotros mismos somos de alguna forma un texto, un «tejido que anda» como dice Galeano, que nos estamos narrando continuamente para intentar comprendernos.
El ser humano es el único animal con esa necesidad de interpretarse a sí mismo. Algunos lo han llamado animal de sentido o animal simbólico. Un ser que se percibe como si estuviera inacabado y de ahí la necesidad de explicarse, de completarse.
Nuestra conciencia también entreteje palabras para entenderse y preguntarse ¿quién soy yo? ¿qué me pasa? ¿dónde termina esto?
La escritura, como creación de textos, es una tarea de exploración de lo no dicho para darle un «cuerpo», en forma de grafías, a ideas que nos asoman e intentan poner orden a nuestras emociones y pensamientos.
La lectura, ese acto de asomarse a un texto, como si de un espejo se tratase, sirve para verse en lo que otro escribió, en las vidas de unos personajes, en los conflictos, alegrías o reflexiones ajenas. Es una actividad que nos recuerda que todos podemos conectar con lo mismo porque venimos de un lugar común. Somos el observador observándose, un lector que se lee.
Para no perder esta hermosa forma de conocimiento es vital no dejar de ser un lector competente y no caer en ser un puro consumidor inconsciente.
Las formas de lectura han ido cambiando con el tiempo. Ahora, la lectura digital del siglo XXI parece estar cerca de lo no lineal, interactivo, de creación colectiva, de escritura abierta, en serie, multilineal y discontinuo. Tenemos por delante un reto para hacer de esta algo valioso y entretenido.
Por tanto, los textos no solo no están en peligro de extinción en estos tiempos, sino que son tan o más imprescindibles que nunca.
Mientras haya un discurso que quiera ser expresado, una pregunta que formularse, una poesía que compartir o un mensaje que transmitir, habrá un rincón para unas líneas ya sea en papel, recitadas en voz alta, en una pantalla, en holograma, realidad aumentada o cualquier otra oportunidad que encuentre ese animal de sentido con la cabeza llena de ideas que anhelan germinar y ser compartidas.
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