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Ruidos con la boca

Para empezar, hacía ese ruido con la boca. Hay que querer demasiado a una persona para tolerarle los ruidos de la boca. Hacía un sonido parecido al de la cámara de fotos. Pero acá no había fotos, no sé por qué hacía ese ruido. Para ese momento yo ya tenía los nervios rotos. Ella ya había sacado setenta y cuatro fotos con la boca ¿en cuánto, diez minutos? El sonido de la aguja del reloj me enloquecía, y estaba en la otra sala. Además, ella tenía gracia, aunque me cueste admitirlo. Era buena con la gente. Quiero decir que era capaz de dejarme mal parada o de hablar mal de mí sin la necesidad de nombrarme ni de mirarme a los ojos. A ese punto llegaba su capacidad de humillarme. ¿Y yo qué tenía? Apenas una sensibilidad desproporcionada como para saber de qué forma tiraba de los hilos sociales para reducirme al tamaño de un bonsai, pero el bonsai que tendría una hormiga en su mesa de luz. Y yo no podía entrar en la discusión, saldría perdiendo. No sabía discutir sin que se me enredaran las palabras, sin que se me llenen los ojos de lágrimas, sin prudencia. Era reprimirme o explotar, no tenía término medio. Y ella, sin embargo, sin esfuerzo, manejaba los grises con tal apreciación que si me veía explotar seguro se quedaría callada, o haría un comentario del tipo “¿tomaste tu medicación anoche?” ¡No, por supuesto que no la tomé! Justo anoche, como una trampa de mi inconsciente que solo quiere ver sangre. Ella es la clase de persona que en su casa come pizza como cualquier ser humano pero en un comedor la come con cubiertos. No, eso no termina de definirla. Es la clase de persona que tiene un billete roto preparado para darle a alguien que pide, siempre y cuando fuera en público. Pero en su casa no los atiende, lo he visto. Sabe manejarse de manera perfecta en sociedad, nunca le tiembla una pestaña. No tuvo un segundo de soledad en su vida. 

La mesa era demasiado angosta, eso me tentó. La tenía enfrente, a veinte centímetros, porque ella tiene la costumbre de pegar la panza a la mesa, para estar más adelante, más erguida, para que todos la vean. Y yo la vi mejor que nadie, solo su cara, y ese ruido insoportable con la boca hecha una galería de fotos. 

No me arrepiento de haberle ensartado el tenedor en el ojo. Lo que me revienta es que ahora usa ese parche beige como un trofeo. Y que es la única que me visita en el manicomio.


El tenedor, de Marilyn Eger


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