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Prefontaine

“Dar algo menos que lo mejor de ti es sacrificar el don.”


Steve Prefontaine


Imaginar a un deportista sin sus extravagancias sería, quizá, negar precisamente lo que los hace distinguirse del resto. Se dice, por ejemplo: “¿Qué hubiera sido de Maradona si no se drogaba?”, o bien: “¡Qué leyenda hubiera sido Ronaldinho si no le hubiera gustado tanto la noche!” Otros artistas también tenían sus extravagancias, sus neurosis, obsesiones inseparables a sus obras monumentales —hay una delgada línea entre el gracias a y el a pesar de—, pensemos en Johnson, en Poe, en Woolf, en Kafka; no se puede separar a los artistas de sus desbordes. Los artistas son, ante todo, una filosofía, una pauta y una obsesión. Y frente a las actividades que decida desarrollar su espíritu, no debe ser jamás la pauta la que se ajusta a la actividad, sino precisamente lo contrario. La pauta de Prefontaine llegó para revolucionar la concepción del atletismo, de las carreras de fondo. Su filosofía consistía en dar todo en cada competencia. Creó, y pido disculpas de antemano por la paradoja temporal, una rama de la vieja escuela.


Hasta entonces, las carreras eran de orden táctico, estratégico, de ofensa y defensa. En Prefontaine, la diferencia residía en un grado semántico o sintáctico; para los atletas sin genio, las carreras eran pruebas de posición y final, de intelecto; para Prefontaine, eran pruebas de agallas, de valentía, de temeridad. Para el resto, la trayectoria era un medio; para Prefontaine, la trayectoria era todo. Jamás hubiera cedido el primer puesto, el pecho contra el viento, por una estrategia. No soportaba ver una espalda corriendo delante. La remera amarilla, el bigote frondoso partiendo el viento, el pecho distinguido, la melena dorada y el apellido inconfundible, todos elementos que no pueden pertenecer ya a nadie más. Fue imbatible en la universidad, y en Estados Unidos. Cuando se acercaban juegos del 72 los simpatizantes ya rumoreaban su nombre. Veintiún años le alcanzaban para pensar en el encuentro más alto.


En 1970 conoció a Bill Bowerman, ambos se buscaban en silencio. Bill era un entrenador reconocido en el ambiente, (fue cofundador de Nike años más tarde). Dos filosofías chocaban: la estadística contra el espíritu. En los JJOO se miden los mejores. Prefontaine clasificó, pero no optó por la táctica. Había otro favorito, Lasse Viren. Pre tomó la delantera pero no alcanzó. Faltando unos trescientos metros lo pasan dos competidores, y faltando treinta lo supera un tercero, que lo exilia del sueño de la medalla.


Hay poetas que llevan su estilo al límite, lo agotan, se vuelven dioses. Son los audaces, los que buscan, los que persiguen una idea. Cuando sonaba el disparo, Prefontaine solo pensaba en crear. No pensaba en sus contrincantes, no pensaba en el clima, ni en la humedad, ni en el estado de la pista, ni en Oregon, ni en los Estados Unidos, ni en Babe Ruth sacándola del universo, ni en Jesse Owens humillando a Hitler en Alemania, ni en Alí despachado del restaurante por ser negro después de ganar una medalla olímpica; mucho menos pensaba en que una competencia llevaría su nombre, ni el porqué; ni en que se acercaba su final en esa curva etílica, en que no habría juegos del 76, que la promesa se quedaría en promesa, y el ¿y si…? en ¿y si…?; no pensaba que pasarían décadas hasta que un compatriota suyo batiera su récord, en que muchos llevarían su misma camiseta, ni en que jamás habría otro como él, aunque pasen los años y se multipliquen las pistas y los atletas, y mucho menos pensaría que, cincuenta años más tarde, su espíritu invencible guiara estas palabras. La humanidad madura cada vez que un hombre se enfrenta con sus grietas. El cuchillo perpetuo entre los dientes.


El 30 de mayo de 1975, Prefontaine va a una fiesta después de ganar una competencia. Lleva en el auto a un amigo y a la vuelta no llega a ver una curva. Cuando un vecino descubre el auto, Pre todavía respira. Se estaba terminando de morir.



Hay una escena, en la película Without limits, en la que vemos a Bill Bowerman en una mesa, inclinado sobre una libreta. Llega Pre y Bill le dice que si no estuviera tan obsesionado con tomar la delantera, podría haber corrido seis segundos más rápido. Arrogante, terco, loco, Pre tiene una idea fija, inevitable. Dice: “No quiero ganar a menos que haya hecho lo que debo (...) tirar en cabeza y vaciarme hasta que ya no tenga nada más que dar. ¡Ganar de otra manera me parece una mierda!” No hay nada que hacer. Bill lo sabe. Nadie puede proponer que una estrategia es mejor que un deber sin sentir culpa y vergüenza. Bill hace lo único que puede hacer, pregunta: “¿Qué piensas tú que hace un entrenador de atletismo?”. Bill habla de su deber. Un entrenador enseña a correr carreras con el objetivo de ganarlas. No importa el cómo. Pero a Pre sí, el cómo es todo. Para Prefontaine, el ganador era aquel que más tiempo se mantenía en el primer lugar. Pasar al primer lugar faltando doscientos metros, para él, es inmoral. Nadie tiene que atreverse a juzgar la pauta de un artista, hay que limitarse a mirarlos. En sus palabras: “Algunas personas crean con palabras o con música o con un pincel y pinturas. Me gusta hacer algo hermoso cuando corro. Me gusta hacer que la gente pare y diga: 'Nunca he visto a nadie correr así antes.' Es algo más que una carrera, es un estilo. Es hacer algo mejor que nadie. Se trata de ser creativo.”


La gente no madrugaba para ver una estrategia, apenas un cálculo estadístico, iban a ver un espíritu. Mirenlo en cualquiera de sus fotos: los ojos fijos en la meta, a veces encandilados, otras entornados, habitual sufrimiento en el gesto, la boca buscando el aire, el pelo obedeciendo el vértigo. Los atletas nunca se deberían ver bien en las fotos. No mientras corren.


En memoria de Steve Prefontaine. Gracias por no escatimar.


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