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De qué hablamos cuando hablamos de amor

Hace diez minutos terminé de leer De qué hablamos cuando hablamos de amor, ese libro que Carver parece haber escrito con bisturí. Lo primero que pensé fue: “si tuviera un hijo de quince años, no le regalaría este libro”. Lo dejaría ser idealista en paz, hasta los veinte por lo menos. 

Leí por ahí que el libro original, antes de que lo mutile el editor, tenía el doble de volumen. No me intrigó leer el original, este me pareció una olla a presión, está todo ahí, a punto de reventar. No sobra ni una coma ni una gota de ginebra. 

Miren esta escena, porque para muestra un botón: 


—¿Tenés algo de beber? Me vendría bien un trago esta mañana.

—Hay vodka en la heladera.

—¿Desde cuándo tenés vodka en la heladera? 

—No preguntes.

—Está bien. No preguntaré.

Sacó el vodka y se sirvió en una taza que encontró en el tablero.


Claro que en la traducción original dice “frigorífico”, “tienes”, pero sé que ustedes prefieren tener una heladera en la cocina, ¿no? Yo también. Tomar vodka de una taza a las diez de la mañana, esa es una escena digna de alguien que perdió el control de su vida. Así es el libro de Carver, son diecisiete tomas, diecisiete recortes de gente viviendo cosas para las que no estaba preparada. No hay paracaídas en el amor. En este libro, el amor propone el tablero, y los personajes siempre aparecen en jaque. Carver narra los tres o cuatro movimientos previos, no le hace falta mostrar cómo cae el rey. Se limita a echar nafta, tirar un fósforo e irse a prender fuego otra casa. 


¿De qué hablamos cuando hablamos de amor? El cuento que da título al libro, esa especie de banquete contemporáneo y reventado, siempre crepuscular, desesperanzado y mediado por ginebra caliente, es la charla que surge entre una pareja que ya lleva cinco años de casados, con una pareja enamorada, antes de saber lo que les espera. Tienen esa melancolía que da lástima, de los que parecen pensar, “dejen todo quieto, no dejen que esta felicidad se quiebre”. Me hizo acordar a ese aforismo de Nietzsche, “Los hombres de tristeza profunda se delatan cuando son felices: tienen una manera de aferrar la felicidad como si quisieran estrangularla y ahogarla, por celos, - ¡ay, demasiado bien saben que se les escapa!” Aspiran esa pequeña esperanza como un cigarrillo suelto, y después nada, solo un encendedor sin gas, ni siquiera pueden llenar el tiempo mirando la llama.


¿El requisito para ser narrado en este libro? Tener encima un divorcio, una adicción sin aceptar y una pasión enferma, egoísta. 


Uno de los personajes: “Las cosas cambian, dice. No sé cómo. Pero cambian sin que uno se dé cuenta o lo desee.” Esas cosas solo se pueden decir mirando un punto fijo (sin mirarlo, por supuesto), perdiendo de vista si hay o no alguien escuchando. Son personajes con memorias pesadas, parecen cargar los recuerdos de varias vidas, y creo que no es muy exagerado decir que en realidad es así. La memoria se vuelve una mochila con piedras después de una racha de malas decisiones. Y creo que las buenas decisiones no conocieron las páginas de ese libro. Salvo literariamente, claro, en eso están llenas de aciertos. Un libro es lo que hay detrás de las palabras. 


En fin, no le regalaría este libro a mi hijo, si tuviera; pero sí a mi sobrino, tal vez, si tuviera. Le llamaría Orugario, tal vez, para saldar mi deuda con C. S. Lewis. Y suponiendo que ustedes podrían ser mis sobrinos, y asumiendo que yo no puedo pagar tantos libros, les recomendaría robarlo en su librería más cercana.




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