Por Eduardo Ferrer (México), estudiante de Literatura Latinoamericana y divulgador de literatura y filosofía.
Esta nota está inspirada no tanto por Michelena, como por la suerte y emoción de encontrar en mi universidad un libro suyo. Es uno muy delgado, de color y tipografía dignas de los libros invisibles. Morado, con cuatro círculos en la portada que parecen dibujar a una pareja amándose a través del negro y un amarillo a punto de caer en el naranja. Solo puede leerse el nombre de la autora: “Margarita Michelena”, pues el título está cubierto por un código de barras. Había recorrido ese estante decenas de veces y, solo por buscar desesperanzado en el sistema bibliotecario, encontré algo de ella: Reunión de imágenes, que por dentro sería tan invisible como aquellos otros libros olvidados si esa forma no tuviera un fondo único.
La contraportada tiene algunas frases muy acertadas. Dice que su nombre es “familiar y dilecto para todos los amantes de la mejor poesía contemporánea”, y es cierto; para los “lectores de poesía”, su nombre resulta familiar. Lástima que no sus poemas. Dice luego que es una “digna representante de cuantas, desde Sor Juana, han dejado en las letras latinoamericanas la huella de su privilegiada sensibilidad y su inteligencia extraordinaria”; también es cierto. Fue crítica y ensayista, fundadora y directora de espléndidas revistas, tradujo obras de Baudelaire y Proust, y más, mucho más.
Cuando yo digo amor
identifico
sólo una pobre imagen sostenida
por gestos falsos,
porque el amor me fue desconocido.Cuando yo digo amor, de Margarita Michelena
Los poemas tienen incluso más frases acertadas. Tal vez infinitas frases, si consideramos las que siguen sonando después de leerlos. Son extensos y de versos largos; frecuentemente se sirve de los alejandrinos. Es considerablemente difícil compartirla en una plataforma como Instagram, dada la complejidad poética que se añade a su longitud: las primeras frases han sido peligrosamente extraídas —aunque no menos que cuidadosamente—, porque cada poema es una gran construcción de naipes, donde cada palabra y cada rey nos guían discretamente hacia el espíritu absoluto del punto final.
El destierro, no geográfico, sino espiritual, es apreciable en toda su obra. “Lamento por mi nombre perdido” es el poema del que se obtiene la primera frase, en el que se expresa: “Ayer aprendí mis palabras / y ha nacido en mi pecho mi pobre voz, / ineficaz para llorar mi ausencia”. La fatalidad de a priori no pertenecer es la ocasión central del sufrimiento, en donde el hablante lírico se debate en búsqueda de sí mismo y se fragmenta en una voz activa sollozante y un oyente corporal que responde con silencio: la poesía, “reino oscuro de enigmas”, puente y camino de palabras, es la única suerte de certeza que se aproxima al imposible encuentro. La muerte, pues, aparece irremediable y frecuente en su poesía, porque simboliza totalmente el no avanzar hacia ninguna parte, no estar en ningún lugar y, en fin, no ser nadie.
Usó un seudónimo: “Eulogio Cervantes”.
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