Saber más sobre Cindy Herrera
Cindy Herrera Estrada (Cartagena, Colombia) productora de Medios Audiovisuales y profesional en Lingüística y Literatura, con micromaster en Escrituras Creativas. Miembro activo del taller de escritura: Cuento y Crónica, del Ministerio de Cultura en Colombia. Es autora del libro de relatos El manifiesto del espejo (Fallidos Editores).
−Todas las noches es la misma maricada. Ya le dije que no están.
−Yo no vine por ellos, no se haga la loca.
−Pensé que no volvería por esta casa.
−Tenía que hablar con usted. Me fui amarrado a muchas cosas.
−¡Pues lo desamarro!
−Mujer, usted en verdad me alucina. ¿Me va a dejar entrar?
−Pase ya, siéntese. ¿Quiere café?
−No, agua.
−No hay. La que tengo es para el jardín de manzanillas del patio, ¿se acuerda?
−¿Entonces me hace un té de manzanilla?
−De eso no tomamos aquí desde que usted se fue; ya sabe, ellos aborrecieron el olor.
−Le recibo el café, entonces, y le pido, por favor, no me interrumpa.
−Pero sin azúcar; ya sabe, las hormigas, las cucarachas, las moscas. Últimamente se cruzan toda la sala para irse hasta el patio. ¡Ah! Se me olvidaba, los partieron.
−¿Qué cosa?
−Los pocillos del café.
−¿Quiénes?
−Los muchachos. Me los reventaban en la pared, o ter minaban en el fondo del patio, como usted… debe saber. Como todo en esta casa.
−Mejor no traiga nada, mujer, ya es tarde. Usted debería de saber ya a qué he venido.
−¿Tiene mucho afán? Mire que ni el café me ha dejado hacerlo bien, hasta para los velorios esa vaina hay que hacerla bien. Es más, el café le va a sentar, no va a dejar que se duerma.
−¡Si lo que quiero es descansar, mujer!
−Entonces, hable. ¿Qué es lo quiere? ¿A qué vino?
−A preguntarle algo. Después de todo, creo que merezco una respuesta, ¿no? Eran mis hijos.
−A usted le gusta meter el dedo en la llaga, ¿verdad? Como si no lo conociera. Viva o muerta usted no me va a dejar. Usted es como el Coco del patio con el que castigaba a los muchachos cuando eran niños. ¿Recuerda cuando les cerraba la puerta de noche? Ellos siempre regresaban llorando, y se socorrían bajo mi falda, gritándome que no lo volverían a hacer. Que se portarían bien, que no romperían nada más; pero en realidad nunca aprendieron la lección.
−Ya casi no tengo recuerdos. Pero cierto es que, desde que me fui, todos los días intento que usted me abra la puerta, corriendo siempre el riesgo de que se me olvide a lo que he venido.
−¿Qué intenta saber de mí que ya no sepa? Dos hijos, una casa vieja, un patio horroroso con olor a muerto, una vida de porquería que me dio. Todo está en las fotografías. ¿Quiere verlas? Las tengo por aquí…
−Carmen, he venido a hacerle una pregunta, solo una.
−Miente. Usted no ha venido por mí, ni para contarme su hazaña de volver, no me crea tan pendeja. Vino por ellos y ya le dije que no están, y sabrá Dios o el diablo si resucitaron.
Ujumm, ¡el café!, ¡la estufa!, bendito Dios, ¿si ve?
−Pensé que te gustaba el patio, y los niños. Lo siento, Carmen. Creo que ya es hora de irme.
−Ah, ahora se va y me dejará hablando sola, con el café servido y sin preguntarme al fin nada.
−Siempre has estado hablando sola.
−¿Lo de los muchachos? Es eso, ¿verdad? ¡Por favor! Si eran unos malcriados, todo me lo estrellaron, me lo partieron, hasta las manzanillas del patio los muy infelices, sin compasión. Todo disque por ti, ¡qué tal!, por ti, como si hubieras sido la gran cosa. ¡El gran padre! Los libré, más bien. A todos. Incluso a ti. En todo caso ya es tarde para lamentos, señor Francisco, tarde para lamentos.
−Tú pareces la muerta.
−Lo sé, tal vez sí. Igual los niños ya no pasan de la puerta del patio, solo tú la tocas, y creo que será por el desgracia’o amarre ese que hace el cura el día del matrimonio. Infeliz ese también, no quiso presidir las exequias en el patio.
−¿No te da remordimiento? Digo, con ellos; no conmigo.
−A veces. Después te acostumbras a los gritos de la noche, a los olores fuertes que se levantan a medio día, a las levantadas en la madrugada, a los llamados a la puerta, a los pocillos rotos, en fin, a esas cosas normales que arrastran las decisiones.
−Veo que vives tranquila, eso es triste.
−He aprendido a hacer más llevaderas las soledades, a eso se expone quien sufre primero y queda vivo para echar su propio cuento.
−¿Y… tus almas en pena? ¿No te dan miedo?
−No te preocupes, ya te he dicho que no vienen por aquí, se quedan en el patio todos los días. Después de todo aprendieron a respetar a sus mayores. Y tú no me das miedo. Ya no.
−¿Y con mi ausencia también aprendiste a vivir?
−Ya van tres preguntas.
−No puedo evitarlo. Respóndeme.
−No, con tu ausencia no; con los remordimientos sí. Después de todo, por eso estás aquí, creo. Sus conciencias son un tanto menos dolorosas, sus palabras un poco menos dañinas, y solo quizá me muestran a una niña atormentada en ocasiones. Me dañaste, hombre, me dañaste.
−Mañana volveré para tomarnos el café.
−El último, espero. Y si te encuentras a los niños, no los traigas, déjalos que duerman hasta tarde.
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