Por Ariel Raudez (@raudezariel), Columnista de La Sociocultural.

Estábamos hablando de la película El Imperio de los Sentidos, del director japonés Nagisa Oshima, cuando Carlos se percató de que nos habíamos citado para que yo lo entrevistara. Con la educación que le caracteriza, me aclaró que podíamos iniciar cuando yo lo decidiera.
Era un domingo por la tarde en la capital, Managua, en uno de los veranos más calientes que he experimentado. Por suerte, el estudio de Carlos tiene aire acondicionado. Había algunas pinturas colgadas, otras en una mesa que parece de trabajo. Todas realizadas por el grupo Reflectus en un Open Studio reciente al que Carlos pertenece.
Entre las pinturas de Carlos se encontraban algunas nuevas obras, diría, fuera de lo que habitualmente venía produciendo. Hablar de Oshima era perfecto para dar inicio al encuentro: una personalidad polémica de una cultura diferente, condenado a la censura, a esa categoría de lo no apto para todo público.
¿Acaso las pinturas de Carlos no crecen también rozando esas fronteras? Me atrevo a decir que, para salir ileso de su obra, se requiere encararla como un ente no humano. Porque si de algo está plagada su producción es de humanidad, en un sentido crudo.
Cuando se dio cuenta de que yo estaba entrevistándolo desde el inicio de nuestra conversación, cambió la manera de sentarse en el sillón en L que ocupa una esquina de su estudio. Abandonó esa soltura y emoción con que alguien habla de algo que le encanta. Frunció el ceño y me atendió con una suerte de decencia y de respeto.
La limpieza es uno de los aspectos que, a mi parecer, lo determina. Por mencionar algunos detalles: el piso de su estudio, sus paredes, el sofá, incluso la mesa que contiene el material con que trabaja. Podría decir que su manera de hablar también recuerda a una casa limpia. Sus gestos, la manera de atenderme, obviamente su vestimenta, el estilo. Detalles que contradicen el prejuicio de que los artistas están rodeados de desorden, suciedad, desatención, abandono.
Le consulté entonces sobre sus orígenes, no solo en el mundo del arte sino también en lo social, lo familiar. A lo cual me contestó que, por casualidades de la vida, Carlos Vladimir Morales había nacido hacía 38 años en Managua, aunque su familia proviene de Siuna, una pequeña comunidad del norte de Nicaragua. Migraron a la capital, indefinidamente, cuando él tenía ocho años. Desde entonces, su vida se desarrollaría en la capital. Del pueblo solo recordaría algunas visitas fugaces a sus familiares. Su personalidad y carácter empezarían a moldearse con las exigencias de la capital. Quizás por eso el graffiti sería su primera puerta al entorno artístico. En esa especie de submundo, y gracias a que un colega fuera patrocinado con material para pintar en acrílico, fue que descubrió el amor por la pintura. —Carlos, para mí, no es un hijo del graffiti. Su obra lo sugiere, pero si pasó por esa técnica del arte urbano fue por no haber descubierto antes el pincel—.
Una vez envuelto en el lienzo, se enrumbó en busca de mentores. El dibujo lo desarrolló gracias a la maestra Sarah Lynn Pistorius, y con el maestro Mario Madrigal se sumergiría en la teoría del color. De cada uno de ellos se guardó lo técnico, pero no el estilo.
Teniendo ahora una idea de cómo se formó el artista que tenía enfrente, intenté indagar sus motivos, con qué intenciones trabajaba sus pinturas. Y podría resumir sus palabras en “transmitir un mensaje”, pero, irónicamente, no transmitiría lo que Carlos realmente me dijo.
Lo que sí está claro es que sus pinturas, por muy oscuras que parezcan, transmiten con claridad una idea. Tomemos por ejemplo el miedo, y para mi deleite, la que más me agrada de sus pinturas en acrílico de la serie llamada Pedagogía del Dolor II. Es un hombre arrinconado en la esquina inferior derecha de un cuadro de 1.5 por 2.7 metros, aterrorizado, y postrado en su costado izquierdo como en posición fetal, sugiriendo pedir piedad ante otro hombre que lo acosa como en cuclillas desde todo el cuadrante izquierdo de la pintura, y enmascarado con el cráneo de un buitre o zopilote —como suele llamársele en Nicaragua—. El cuadro, como muchos de los suyos, está construido para dejar ver la carne humana, sus pliegues, sus arrugas, sus brillos de sudor, sus deformaciones. Para esto, las texturas juegan un papel importante. Y por cómo lo menciona Carlos, el gasto de material es considerable.

Pero el efecto al ojo humano es una delicia, pues parece que uno casi que logra tocar la piel de los personajes en el cuadro. Ahí, en la escena, hay una idea de terror explícita. No se requiere ir al trasfondo del mensaje para comprender sus intenciones.
Si de algo habla Carlos, es del terror humano ante la muerte. Como él menciona, el zopilote es el animal que se alimenta de la carne en descomposición, y aunque a primera vista uno no piensa en ellos como relacionados a la muerte, su función es claramente devorar los restos de lo que se ha deshecho. El hombre postrado parece ser la imagen de alguien que sueña estar a punto de ser devorado vivo por un ente humano que juega el rol de buitre.
Es entonces donde inicia el trabajo interpretativo, y si se quiere, la crítica literaria. Pero solo luego de haber sentado como base el mensaje primigenio de la obra, es decir, la intención que el artista ha impregnado victorioso con su cuerpo en la tela: la idea del terror ante la muerte.
Esta intención de transmitir un mensaje a través de la pintura requiere de cierta disciplina. Siempre recuerdo a Carlos en esa primera exposición en que nos conocimos, en la que al momento de terminar su discurso hizo mención a una suerte de obligación moral del artista de trabajar constantemente, pues, «si la inspiración o la muerte han de llegar, que nos encuentren trabajando». Desde entonces, no puedo dejar de imaginarlo todas las noches trabajando en su estudio, tratando de conseguir una idea que lo satisfaga o un resultado que lo deje conforme.
Y no he estado del todo equivocado, pues me comentaba que trabaja comúnmente en sus pinturas por las noches, luego de su trabajo formal en una empresa de publicidad, empleo que le permite hacerse de material y sostener lo que parecería un pasatiempo, pero que en realidad es una vocación.
En sus inicios, el desvelo no le suponía un problema, pero con el paso del tiempo ha aprendido a ponerle límites al cuerpo; tiene bien claro que es a través de su corporalidad que manifiesta sus ideas.
Me decía que no pinta más allá de las once de la noche, incluso ha descubierto que necesita al menos 45 minutos para despejarse y conciliar el sueño. Hace sentido el cuidado que le brinda a su figura, y, por ende, la lucidez manifiesta en cada una de sus obras. Y por muy contradictorio que parezca, teniendo en cuenta aquello de lo onírico como elemento clave de sus series más recientes, sus obras no contienen nada irracional, surreal o demencial.
Se puede decir que pensar en el futuro, o, en otras palabras, imaginarlo, es una especie de experiencia onírica y, a veces, alucinatoria. Pero hay una licencia psicológica y social para abordar estas ensoñaciones: cualquiera puede soñarse como quiera. Cuando le interpelé con la idea de ser la imagen de la pintura nicaragüense de una época, esta o la futura, cualquiera, me contestó que no estaba interesado. Más bien, su deseo es heredarle al mundo una obra atemporal.

Un legado que se confunda con cualquiera de las épocas. Para esto, ha privado a sus pinturas de elementos que bien puedan sugerir un tiempo y de otros que, por muy necesarios que parezcan, como ciertas vestimentas o elementos tecnológicos, puedan distraer al espectador de lo que en realidad está tratando de transmitir: la tragedia humana.
En el hipotético caso de que Dios exista y nos haya dejado avanzar hasta donde hemos llegado —navegar fuera de la Tierra, clonar órganos, inteligencia artificial, etc.—, y que en un mundo utópico podamos incluso llegar a ser como Dios, pero siempre determinados por su voluntad, como una especie de marionetas, o, por el contrario, que este ser superior no exista y solo esté la voluntad humana, esta idea de progreso, los cataclismos mundiales, etc., Carlos me decía que prefiere creer en la responsabilidad del ser humano ante sus acciones, en ese aprendizaje escondido en cada ciclo.
Le puse de ejemplo la película Interestelar, donde se sugiere en el inicio que hay una especie de seres que intentan comunicarse con los humanos para que se salven, pero que al final descubren que son ellos mismos comunicándose desde otro tiempo y otro espacio. Esto explica la idea de que el ser humano está como condenado a controlar el tiempo, el espacio y la muerte, si se quiere. A lo que él me contestó con otra película.
En la aclamada cinta 2001: Odisea en el espacio, de Stanley Kubrick, hay un elemento que aparece cada vez que una especie de tragedia o de salto en el progreso humano se manifiesta: el monolito. Para Carlos, este elemento es la ejemplificación clara de la idea de que siempre estamos girando ante los mismos problemas esenciales de la humanidad, lo trágico que conlleva el progreso (imaginarse aquí al homínido matando a sus semejantes).
Mirar atrás y preguntarse: ¿valió la pena el esfuerzo? ¿Acaso hubo algún progreso? Son preguntas que normalmente nos hacemos cuando el tiempo ha sido suficiente para ver lo que uno produce desde otra perspectiva.
—¿Estás dispuesto a volver a una obra de unos diez años atrás y reinventarla, modificarla?
—Sí —me contestó de manera firme—. De hecho, ya lo estoy haciendo —me decía.
Carlos acostumbra a retomar viejas producciones y replantearlas. Aprovecha el tiempo como un recurso para ver la ausencia en su trabajo que en algún momento no pudo percibir. No es casualidad que las obras que dio a conocer en el Open Studio no fueran habituales.
—Me estoy saboteando —me dijo—. Necesito demostrarme que no puedo acostumbrarme a una forma. Andy Warhol no es mi favorito, pero en esta serie es un recurso necesario. Yo volteé a ver la pintura a la que hacía referencia y me dije: “No hay duda de que esto, Warhol no se lo esperaba”.
Pero ¿qué se puede esperar de un artista sino una imagen excéntrica, cargada de soberbia y de ciertas actitudes fuera de la media? Carlos es un ejemplo claro de que no se debe juzgar un libro por su portada. Es un hombre de familia; sus hijos crecieron viéndolo pintar en su estudio. Fue muy fácil para él integrar su vocación con la imagen de padre. Quizás no es la misma situación con sus amigos o con la gente que se acerca a él como artista.
El prejuicio social juega el papel que jugamos los humanos ante los animales: tendemos a espantarlos solo con pasarles de lado. Así veo a Carlos como artista, tratando de huir de quienes se le acercan prejuiciosos. Es una figura contradictoria en estos tiempos. Busca atemporalidad cuando más se requiere de un punto de inflexión en el hilo de la historia. Esa es, quizás, la razón por la que quería hacer esta entrevista. Y una más: su idea de la muerte. Julio Ruelas, por ejemplo, un artista mexicano que hizo lo posible por morir y ser enterrado en Francia. Sí, el ser humano, más allá de querer tener una vida digna, también trabaja para morir como quiere.
En Carlos no veo la pintura solo como un medio de vida, sino también como un camino hacia la muerte.
Para terminar, me gustaría decir que, si he de dejar una idea de Carlos al lector, es la de alguien que disfruta conversar de películas no tan populares, o mejor aún, extrañas.
Esta entrevista se llevó a cabo en la tarde de un domingo caluroso en Managua, y, lo que sea este texto, se terminó de escribir una noche de martes, lluviosa.
Siempre en el pueblo grande de Managua.
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