Por Martin B. Campos (@martinb.campos), Redactor Adjunto de La Sociocultural.
Después de leer los libros de Pablo Andrés Rial, vuelvo a sus títulos. Aves desplumadas y Forzado a viajar. Y entonces me pregunto lo que me preguntó mi primito, que está en la edad de la filosofía: ¿cómo saben los pájaros que deben migrar? Y yo prefiero decirle “no sé”, o que “se sienten llamadas”, antes que decirle “magnetorradiación”, “diferencia de temperatura”, o alguna de esas palabras que todavía no tiene que entender.

En la mayoría de los lugares, las estaciones se anuncian a través de un reloj, de un noticiero, de una radio. Entramos a la primavera por el calendario. Pero me gusta saber que hay lugares en el mundo donde la primavera entra por arriba, un montón de golondrinas nublando la ciudad, un rosario de cuentas aladas que no necesitan la palabra primavera, ni a Becquer, para desplazarse. Es lo mismo, supongo, que impulsa a Pablo a escribir que amó a la poesía desde antes que le dijeran su nombre.
¿Cómo hablar de un poeta sin citarlo?
Uno de sus poemas me llevó directo al recuerdo de una película: Synecdoche New York. Una chica está por comprar una casa en llamas. Pero el fuego parece importarle lo mismo que una mancha de humedad. Dice: “Solo me preocupa morir en el fuego”. Y la vendedora le responde: “Es una gran decisión, como uno prefiere morir.” Igual de íntimos son los versos de Pablo, que parecen ser escritos siempre en clave de confidencia:
La casa se incendia mi gata se escapa por la ventana me quedo lavando los platos haciendo la cama acomodando la ropa. Quiero que encuentres todo limpio y ordenado cuando se queme. Lo más difícil es volver extraño lo familiar. Los elementos de Pablo suelen ser de lo más domésticos: una licuadora, una cama, un jardín, flores plásticas, una ventana. Sin embargo, siempre me da la impresión, cuando lo leo, de estar perdido en el tiempo, no en el espacio. La materia de las cosas no parece tan importante como las ausencias que acarrean. Una pared no es una pared sino las sombras que pasaron por ellas; la ficha de la luz no es tan importante como la mano tierna que alguna vez la apagó; las sillas son terribles cuando están vacías. No hay un lugar donde Pablo no sepa encontrar la muerte, la delata: Nadie sabe vestirme como vos -dijo la muerte al ver la mesa familiar. Y nos recuerda a Pessoa, al día en que nació, el 13 de junio, aniversario de la soledad: “En el tiempo en que festejaban el día de mi cumpleaños, yo era feliz y nadie estaba muerto.” En otras ocasiones aparece la paradoja, una ambigüedad que amplifica:
Un mal diagnóstico
te puede salvar la vida.
Por un ratito al menos.
¿Se trata de un falso positivo, de un falso negativo? La pregunta no parece tan importante como la realidad que expresa: el diagnóstico puede mentir, el cuerpo no. Pero Pablo no nos miente, nos deja cara a cara con el entorno reseco de las cosas. Parece decirte, sugerirte, provocarte: ¿hay algo en este mundo que no esté a la intemperie? Vemos un marco hermoso en la pared, pesado, casi victoriano, sostenido en la confianza de un clavo. Un vidrio lo protege. Pero el lienzo sigue blanco. Habría que dar mil pasos hacia atrás para empezar a ver los colores.
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