Ensayo por Bruno Theilig (@brunotheilig) escritor y gestor cultural.
En la vasta telaraña literaria que constituye la exploración de la condición humana, dos maestros de la palabra, Franz Kafka y Edgar Allan Poe, emergen como arquitectos de un universo donde lo velado y lo indescifrable actúan como hilo conductor de sus relatos. En “Un mensaje imperial” (Eine kaiserliche Botschaft, título original en alemán) y “El hombre de la multitud” (The Man of the Crowd, título original en inglés), ambos autores tejen una narrativa donde la imposibilidad de conocer verdaderamente aquello que no se dice se convierte en el enigma primordial.
En “Un mensaje imperial”, Kafka elabora una reflexión profunda sobre la naturaleza de la comunicación, la alienación y la búsqueda de significado en un mundo que a menudo parece incomprensible. Este cuento corto, escrito en la característica prosa kafkiana, revela una narrativa compleja y simbólica que desafía las convenciones literarias y ofrece una visión única de la condición humana.
El relato comienza con un mensajero enviado por un emperador a un hombre en particular, quien reside en una aldea remota. Sin embargo, el viaje del mensajero se ve obstaculizado por innumerables dificultades, y su avance se ralentiza de manera constante. Esta narrativa aparentemente simple se convierte en una alegoría inquietante de la comunicación y las barreras que impiden la transmisión efectiva de mensajes importantes.
Por otro lado, en “El hombre de la multitud”, escrito por Edgar Allan Poe en 1840, se sumerge en las complejidades de la psique humana al explorar la soledad en medio de la multitud. Poe, conocido por sus relatos oscuros y sus personajes atormentados, utiliza esta obra para ofrecer una reflexión profunda sobre la naturaleza humana y la interacción social. A través de la historia de un narrador anónimo y su obsesiva observación de un anciano en las concurridas calles de Londres, Poe desentraña las capas de la soledad y la alienación que pueden persistir incluso en medio de la muchedumbre.
En el relato, el narrador, convaleciente y aburrido, se refugia en la ventana de su habitación para observar a las personas que pasan por la calle. Sin embargo, su atención se centra en un anciano peculiar que, aunque forma parte de la multitud, parece moverse de manera diferente, como si estuviera apartado de la corriente de la vida. Este personaje enigmático sirve como catalizador para la reflexión del narrador sobre la conexión humana y la imposibilidad de comprender completamente a los demás.
Ambos relatos comparten una arquitectura simbólica, donde la incapacidad de revelar la esencia verdadera se manifiesta como una constante. En “Un mensaje imperial”, la inaccesibilidad del mensaje se asemeja a un pergamino antiguo, lleno de jeroglíficos incomprensibles, cuya decodificación parece perpetuamente elusiva. De manera similar, en “El hombre de la multitud”, las calles de Londres se transforman en laberintos donde las almas se pierden entre las sombras de la colectividad, siendo imposible distinguir la verdad de la ilusión.
La metáfora del velo se manifiesta como un símbolo de la condición humana, donde la comunicación y la comprensión auténtica parecen estar perpetuamente veladas. Ambos autores, con maestría indiscutible, nos invitan a reflexionar sobre la naturaleza efímera del conocimiento y la inevitable frustración que surge cuando nos enfrentamos a la imposibilidad de penetrar el velo de la realidad.
En sus reflexiones existenciales, Jean-Paul Sartre proclama con una claridad penetrante: “Entre dos individuos, la comunicación es imposible, salvo cuando cada uno de ellos está cerrado en sí mismo”. En estas palabras, se encuentra encapsulada la esencia de la paradoja humana, donde la búsqueda de conexión se ve obstaculizada por las murallas de la individualidad. La comunicación, un acto aparentemente simple, se transforma en un dilema insondable, y las palabras, como mariposas efímeras, intentan atravesar el muro de la soledad; sin embargo, parecen destinadas a permanecer en la penumbra de la incomprensión. En este laberinto lingüístico, Sartre nos invita a contemplar la imposibilidad inherente de un entendimiento completo entre los seres humanos, donde cada alma, como una isla en el vasto océano de la existencia, lucha por ser comprendida sin poder trascender las barreras de su propio ser.
En el telar filosófico de la imposibilidad de comunicación entre los humanos, se despliega un enigma perpetuo que desafía las fronteras de la comprensión mutua. Como seres inmersos en la condición humana, nos encontramos destinados a habitar un reino donde el velo de la incomprensión actúa como una barrera insuperable. Es en este rincón del existir donde las palabras, esas herramientas aparentemente nítidas para la expresión, adquieren una ambigüedad que las transforma en criaturas esquivas. La filosofía, en su afán por desentrañar los misterios del entendimiento, nos insta a contemplar la paradoja inherente a nuestra capacidad comunicativa: cuanto más nos esforzamos por expresarnos, más se fortalece el velo que oculta la autenticidad de nuestra experiencia. En este teatro de sombras lingüísticas, la búsqueda de la verdad se convierte en un juego sutil, donde el significado se desliza entre las grietas de las palabras, dejándonos con la perenne incertidumbre de si, alguna vez, lograremos romper el velo y alcanzar la plenitud de la comprensión humana.
En el crepúsculo de estas reflexiones, se despliega un vasto lienzo donde las sombras de Kafka, Poe y Sartre convergen en un polifónico susurro. Como estrellas fugaces en la oscura bóveda celeste de la existencia, las palabras, envueltas en el manto del misterio, titilan sin cesar, recordándonos que somos navegantes solitarios en un océano de significados inasibles. Quizás, en la travesía de la comprensión, la verdadera epifanía reside en la aceptación de que el velo es tanto protector como enigmático, que la comunicación plena entre almas individuales puede ser tan esquiva como el reflejo de la luna en las aguas turbulentas.
En última instancia, la imposibilidad de conocer realmente aquello que no se dice se revela como una sinfonía de incertidumbres que enriquecen la experiencia humana. En este vasto teatro de sombras, encontramos la poesía de la búsqueda, la filosofía de la incomprensión y la danza perpetua de las palabras que, al deslizarse entre los pliegues del velo, nos recuerdan la maravilla de ser seres en constante diálogo, aun cuando la comunicación plena siga siendo un misterio suspendido en el firmamento de lo humano. Así, en el crepitar de las llamas de la comunicación, descubrimos que cada intento de conexión es también un acto de fe, un rito donde la imperfección del lenguaje se convierte en un lazo invisible que une las almas en su esfuerzo compartido.
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