Por Elizabeth Mendoza (México), escritora, pedagoga por la Universidad Pontificia Salesiana de Roma, y religiosa Misionera Clarisa.
Una dimensión fundamental del ser humano es la alteridad, ser con el otro. Esta dimensión está a la base de la construcción de una comunidad. No podemos vernos sólo en nuestra individualidad, sino en relación con el otro, en nuestra responsabilidad frente al otro y la búsqueda de la comunión.
Individualismo y encuentro
En cada uno de nosotros conviven tendencias individualistas y egoístas y, al mismo tiempo, experimentamos la nostalgia del auténtico encuentro con el otro, de relaciones profundas, de compartir la mesa. En el mundo de hoy se viven muchas relaciones superficiales, un ritmo acelerado de vida que afecta la vida comunitaria, sobre todo en las grandes urbes. Cuando la persona se piensa como el centro del universo en una cultura donde se predica en exceso el “amor propio” se erige una barrera para un auténtico encuentro con el otro, se trata de defenderse de las incursiones del prójimo en la propia vida (Pacucci, 2005, p. 103).
La desconfianza y las barreras puestas a una verdadera comunicación muchas veces obstaculizan la construcción de la comunidad. Es necesario descubrir al otro, a ese otro que se presenta como un misterio. Tantas veces la alteridad, el auténtico encuentro con el otro es visto como una utopía, como un anhelo lejano e inalcanzable. Martin Buber, desde su visión del diálogo y el encuentro con un “tú”, presenta una visión donde la utopía tiene un lugar de perspectiva, una visión de un mundo y de la vida que, si bien no es real en su totalidad, es una posibilidad de construir, una invitación a crear una mejor situación para la comunidad humana (Arnett, 1986, p. 2).
El otro es una realidad inmediata, es un misterio que «no se somete a la experiencia científica. No se puede disponer del tú» (Gevaert, 1980, p. 43). El otro es realidad y don, misterio a descubrir en la existencia, en la comunión y en el diálogo. Según la filosofía de Levinas el “tú” se revela y se manifiesta de frente al “yo”, «el otro no está allí porque haya sido pensado por mi (…) El otro irrumpe en mi existencia, se impone por sí mismo, se asoma con su propia luz (…) No puedo menos que reconocer su presencia» (Gevaert, 1980, p 44).
El ser con el otro significa que nadie puede existir por sí mismo en absoluta soledad. El otro está presente en la propia existencia afectándola toda. Necesitamos ser amados y amar para construirnos plenamente como personas: «el sentido mismo de la existencia está ligado a la llamada del otro que quiere ser alguien delante de mí, o que me invita a ser alguien delante de él, en el amor, en la construcción de un mundo más humano» (Gevaert, 1980, p. 46). No somos un “yo” como tal sin un “tú”. Según el pensamiento de Buber, la persona está siempre en relación desde el seno materno, desde esta relación entre madre e hijo inicia la relación. Es en la relación, en el encuentro del otro que aprendemos a vivir (Merton, 1955, p. XII).
Cada vida es un intermitente encuentro con el otro, pero la profundidad del encuentro no siempre es igual. Se hace necesario el encuentro auténtico y profundo, pues no crecemos en la medida en que nos encerramos en nosotros mismos o siendo autorreferenciales, sino cuando salimos al encuentro del otro, cuando entramos en relación. Haciendo referencia al pensamiento de Emmanuel Mounier, «el otro, la sociedad, o mejor, la comunidad, es el referente ineludible del personal» (Vela, 1989, p. 175). La persona que se cierra en sí misma se pierde de la riqueza que le viene del otro, de la experiencia de compartir la vida, de compartir su interioridad y su riqueza personal; se pierde de la vivencia del amor auténtico. La inteligencia y la afectividad humana nos remiten a los demás, es por ello que la razón y la palabra humana se llevan a cabo necesariamente a través del diálogo, de la palabra, del pensamiento y la vida compartidas.
En el diálogo y la vida compartida llegamos a conocernos verdaderamente a nosotros mismos, pues en la relación se descubren nuevas revelaciones no sólo del otro, sino de uno mismo. Cada “tú” es igualmente importante fuente de nuevas revelaciones sobre el “yo”, algo sucede en el intercambio entre el “yo” y el “tú” que permite descubrir nuevas luces y nuevas posibilidades en la vida, sea este intercambio en una labor común, en los conflictos o en las dificultades (Arnett, 1986, p. 56, 121). Esto no significa que la relación con el otro está en función de descubrir algo nuevo de nosotros mismos, sino la grandeza del encuentro.
En esta relación “yo-tú”, existe una reciprocidad, es decir, participamos en la vida de los otros, existe una influencia mutua entre quienes entramos en relación (Arnett, 1986, p. 57). Esta relación de reciprocidad hace que el deseo de dominio se minimice, pues cada uno puede ejercer la misma influencia que el otro ejerce también con respecto a nosotros. Esta influencia recíproca sólo puede ser auténtica cuando el otro se transforma en segunda persona, cuando es deseado por el otro como primera persona en relación con ella. «Yo descubro un hombre cuando de improviso se erige frente a mí como un tú» (Mounier, 1949, p. 104). Es en este tipo de relación que nos transformamos en miembros de una posible comunidad; es en esta relación “yo-tú”. Mounier afirmaba que no se puede amar y trabajar por la humanidad o la comunidad en abstracto si no se ha amado primero a un “tú”, es en esta experiencia concreta que podemos llegar a actos reales de generosidad y no sólo de un amor elocuente por la “comunidad”. La comunidad es una relación entre varios que son considerados “tú” que constituyen un “nosotros”, pero siempre el “nosotros” va después del “yo” y del “tú.” Es en la relación con un amigo que se aprende el amor a los demás, sin esto no se capta la fuerza de la comunidad (Mounier, 1949, p. 103-109).
Comunidad personalizadora: responsabilidad mutua
Leyendo esto desde la filosofía de Buber, la comunidad se debe fundar en una recíproca preocupación por nosotros mismos y por los demás (Arnett, 1986, p. 77), lo cual se relaciona con la concepción mouneriana de que “persona y comunidad son dos realidades que mutuamente se invocan y mutuamente se otorgan sentido” (Vela, 1989, p. 176), es decir, no se puede pensar la comunidad sin pensar primero en la persona, pero tampoco se puede hablar de la persona aisladamente, de una persona sin espacio de comunidad.
La preocupación por los demás dentro de la comunidad no implica anularse en la colectividad, sino que, la comunidad se convierte en una comunidad personalizadora (Vela, 1989, p. 176). La preocupación por el otro de Buber también se encuentra en Mounier como responsabilidad mutua, ambos autores coinciden en cuidar que el otro no fracase, pues el fracaso de uno es también fracaso propio. Por lo mismo para que la comunidad crezca es necesario que cada persona crezca individualmente.
Mounier considera como una herejía dos extremos que se pueden dar en la comunidad: la confusión y la separación. Esto hace referencia a que cada miembro de una comunidad humana está llamado a crecer en manera vertical, es decir, a ser él mismo, a gozar de su libertad, de su propia personalidad, de su manera única e irrepetible de ser; y, a la vez, a crecer de manera horizontal haciéndose responsable de los demás, tomando conciencia de que su actuar influye en la vida del otro (p. 51-52). Tantas veces se tiene miedo a la comunidad por miedo a perderse en ella, a no ser tomado en cuenta como individuo, y ciertamente, «la comunidad no lo es todo, pero una persona humana que permanezca aislada, es nada» (Mounier, 1949, p. 64).
Tú-yo-nosotros
El “nosotros” constituido por la comunidad no es consecuencia de la anulación de las personas, sino de su realización y construcción. La vida de relación, de encuentro con el otro, la vida de comunidad implica ciertamente sacrificios y dificultades, pero ello debe ser fruto de una decisión personal, un acto libre, y no algo dado por hecho como en una especie de hipnosis (Mounier, 1949, p. 102). Mounier llama a la comunidad una persona de personas, es decir, que cada uno crece en lo personal y así construye comunidad, al mismo tiempo que la comunidad le ayuda a crecer. Dentro de la comunidad está llamado a crecer y a hacer crecer, a ser también constructor y no sólo consumidor, a no delegar su papel activo dentro de la misma.
Para la construcción de una comunidad así, donde cada uno crezca y ayude a crecer, es fundamental el diálogo. La palabra es una característica del ser humano que revela «la estructura dialogal e interpersonal de la existencia» (Gevaert, 1980, p. 48). En la palabra recibida que el “tú” dirige al “yo” se comunica una propia visión del mundo y de las cosas, es la palabra del “tú” que se dirige al “yo” y se le impone como responsabilidad de frente al “tú”. Responsabilidad ante el misterio que es el otro, único y diverso en su participación en el diálogo. Cada uno dentro de la comunidad está llamado a ser único y a participar en un verdadero diálogo que le pide manifestarse en su alteridad, pues el amor la requiere:
Quien ama reconoce al otro en cuanto otro y tiende a hacerse uno con él, sin suprimir su alteridad, sino que le ofrece su propia identidad y acoge como don la del otro. El amor es un éxodo sin regreso, ofrenda radical de sí mismo, (…) acogida radical del otro (…) la alteridad que requiere el amor es real, es un verdadero tú, un verdadero nosotros (Forte, 1995, p. 30).
En el diálogo propio de la relación entre el “yo” y el “tú” en búsqueda del “nosotros”, cada persona experimenta al otro como si fuera ella misma, se respeta la alteridad del otro albergando un genuino interés y responsabilidad hacia él y hacia su punto de vista. Es lo opuesto de un monólogo egoísta que, a las veces disfrazado de diálogo por el encuentro en el espacio entre dos o más personas, busca objetivizar al otro, no se consideran sus sentimientos ni su visión de la vida.
En el diálogo, según Buber, la conversación es la finalidad, la relación con el otro en sí; mientras que en el monólogo se tiene una finalidad utilitarista, se entra en relación como estrategia para obtener un beneficio de interés personal. Buber habla del punto angosto de encuentro en el cual cada persona busca acercarse lo más posible al punto de vista del otro sin comprometer sus propias creencias y valores, pues el auténtico diálogo exige tanto la fidelidad a la propia identidad como la cercanía a la identidad del otro. En el diálogo son necesarias ambas cosas: convicción y apertura, son necesarios respeto y responsabilidad, preocupación por uno mismo y por el otro que es diverso, que es misterio, y es en esta diversidad que se lleva a cabo el verdadero encuentro entre el “yo” y el “tú”.
La visión mouneriana también hace énfasis en la aceptación de la diversidad del otro buscando la unidad por encima de la discrepancia, la diversidad no impide la unidad, sino que se busca vivir la relación en el amor, en el amor que acoge al otro «tal como la vida lo ofrece, en carne y hueso, en la fuerza y debilidad, en el fulgor y en la sombra» (Vela, 1989, p. 161). En la aceptación de la diversidad del otro es que reside la comunidad según Buber, pues la comunidad no es la unión de varios individuos, sino el compartir la vida de varios similares y complementarios, es la complementariedad y la alteridad en la unidad (Arnett, 1989, p. XI).
¿Es posible comunicarnos los unos con los otros en un mundo donde estamos juntos pero no siempre en diálogo? Para un verdadero encuentro hace falta un verdadero diálogo e interés por el otro; sin embargo, el diálogo no puede ser un mandato, sino una invitación (Arnett, 1989, p. 7). Y es en este sentido de invitación que se busca la construcción de la comunidad, de un espacio donde la relación, el encuentro y el diálogo con el otro sean posibles, un espacio donde cada uno se dé a conocer tal cual es y deje al otro entrar en su vida. Una comunidad no surge espontáneamente como consecuencia del vivir juntos (Mounier, 1949, p. 99), no es un hecho dado, es una realidad que se construye gradualmente en el amor. Es el amor el que lleva a la unidad de la comunidad: «sin el amor la persona no llega a ser verdadera persona, cuanto más los otros me son extraños, tanto más yo soy extraño a mí mismo» (Mounier, 1949, p. 105).
Para la construcción de la comunidad es necesario superar el individualismo. La persona no debe vivir solo para sí misma sino para los demás dentro una comunidad humana. Cuando se vive para los demás somos capaces de enfrentar y aceptar las propias limitaciones, pues, mientras más se vive centrado en la propia persona y en las propias deficiencias, la vida se vuelve búsqueda de satisfacción que no será lograda necesariamente. En cambio, viviendo para los demás descubrimos que no somos omnipotentes, que tenemos debilidades y limitaciones, y precisamente por ello necesitamos del otro y el otro tiene necesidad de “mí”, es por ello que la alteridad complementa la propia vida, pues no en todos se encuentran las mismas debilidades. Al percibirnos como miembro de una comunidad nos es posible alegrarnos de los éxitos de los otros, los éxitos no son sólo propios sino también de los demás, los frutos del propio trabajo no son sólo para gozarse solo, sino para los demás; las derrotas y fracasos no son sólo propios, sino que son compensados por el éxito de alguien más. Cada miembro de la comunidad es parte de “mí” (Merton, 1955, p. XXI-XII).
Para Mounier, la revolución que puede llevar a la personalización y a superar el individualismo debe ser radical (Vela, 1989, p. 198), pues el individualismo es «la metafísica de la soledad íntegra, lo único que queda cuando se han perdido la verdad, el mundo y la comunión con los hombres» (Mounier, 1949, p. 52), es hacer el propio pensamiento y conocimiento únicos e incomunicables. Muestra su preocupación por ver que tantas personas no han conocido nunca la verdadera comunión, desea llegar a superar las sociedades impersonales para llegar a auténticas comunidades. Buber también muestra su preocupación viendo que es más sutil y peligroso el énfasis en la propia imagen, éxito y propios intereses que la manipulación de un gobierno totalitario (Arnett, 1989, p. 23).
Necesitamos del otro para construirnos como personas. Sólo podemos realizarnos en el encuentro con el otro, en el verdadero diálogo que nos permite descubrirnos a nosotros mismos y descubrir el don del otro. En la relación interpersonal, en la realización del “nosotros” es que surge la posibilidad de la comunidad, realidad que se debe construir en la experiencia cotidiana.
Bibliografía:
ARNETT R.C. (1986), Communication and community, USA, Suthern Illinois University Press.
BUBER M. (1993), Io e Tu, en A. POMA (Ed.) Il principio dialogico e altri saggi, Milano, San Paolo.
DOMÍNGUEZ PRIETO X.M. (2003), Ética del docente, Salamanca, Kadmos.
FORTE B. (1995), La Chiesa della Trinità: saggio sul mistero della Chiesa, comunione e missione, Milano, San Paolo
GEVAERT J. (1980), El problema del hombre: introducción a la antropología filosófica, Salamanca, Sígueme.
MERTON T. (1955), No man is an island, New York, Harcourt, Brace & World.
MOUNIER E. (1949), Rivoluzione personalista e comunitaria, Milano, Edizione di Comunità Milano.
MOUNIER E. (1992), Manifiesto al servicio del personalismo, Obras I, Salamanca, Sígueme.
PACUCCI M. (2005), Dizionario dell’educazione, Bologna, EDB.
VELA LÓPEZ F. (1989), Persona, poder, educación: una lectura de E. Mounier, Salamanca, San Esteban-Universidad Pontificia de Salamanca.
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