Por Martin. B Campos (martinb.campos) escritor y editor.
Decidí escribir este manuscrito con el propósito de dejar sentadas algunas concepciones que actualmente se hamacan en el caos de mi conciencia, pero no más que eso. Concepciones que pertenecen más al terreno de las abstracciones que a aquel que común y religiosamente se suele llamar terreno de la realidad. Otro de los motivos es que una pregunta me estuvo torturando los últimos meses, o años quizá, ¿Qué es el estilo? ¿Cómo se tiene estilo? No creo tener esa marca de agua aún, esa que en los mejores casos es tan original que con tan solo leer un par de líneas el lector ya se entera de quien puso la tinta y la mano. Más bien creo que en mi caso, por ahora, el estilo se manifiesta de otras formas, mediante algunos temas que subyacen a mis textos como un hilo de Ariadna, algunos elementos que se repiten, algunas obsesiones; en pocas palabras, mi subjetividad en proceso de descubrimiento. El estilo, lo que se dice estilo, no es algo que se intente. Con el tiempo empecé a sospechar que el estilo es la parte más involuntaria del artista. En esencia, su identidad.
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Ante todo, honestidad. No es tan importante, al escribir, lo que se escribe, sino la convicción con la que se hace. Creo que uno simplemente debería agarrar un punto, supongamos un chico que juega con un autito (los ejemplos siempre son mejores que las abstracciones), y contar lo que ve en ese chico. En esa acción. O mejor, intentar mostrar lo que ve el niño.
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La peor enemiga es la vanidad. El autobombo roza el patetismo, por no decir que se tira de clavado a una pileta que dice ridículo en el fondo, y, además, levanta sospechas. No creo que esté mal hablar de uno mismo, pero sí hacerlo de forma vanidosa. Cuando uno se tiene demasiada estima, pierde objetividad y autocrítica.
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La importancia de enfocar: es probable que al sentarse a escribir, uno llegue a la hoja lleno de fantasmas. Es hora de callarlos. Los escritores clásicos están muertos, ya no es su tiempo. Los críticos critican porque no saben escribir. Aquellos a los que uno admira, si están vivos, son otros, nunca podrán escribir lo que escribe uno, ni uno lo que escriben ellos. Escribir es una tarea solitaria.
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Un relato va a sugerir espontáneamente su forma de ser narrado. Hay una única manera (esto lo comprendí hace poco, ahora explayo) de escribir un relato, o un poema, o una novela.
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Para explicar esto de la única manera, voy a tener que aludir al budismo. Muchas veces he leído en otras bibliografías esto de la única forma. Pero nunca explican. Yo lo entendí y lo sentí así: cuando se apagó el celular, o se dejó de lado, cuando todas las distracciones se dejaron de lado y decidimos ponernos a escribir, cuando la hoja está delante nuestro y ya no hay escritores del pasado, ni escritores de internet, ni maestros, ni críticos; cuando solo está la historia que queremos contar; cuando al fin comprendemos lo que sentimos, las emociones que despierta esa historia; cuando logramos la vaciedad budista y solo quedamos nosotros y la historia; cuando ya no existe el tiempo, ni los otros, ni siquiera uno mismo; cuando la esperanza desaparece; solo ahí estamos listos para escribir. Cuando ya ningún miedo nos detiene, una senda se abre, como un túnel, y algo nos revela las palabras que necesitamos.
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No es que si uno logra esto a la primera de cambio, ya escribirá una gran historia. Claro que existe la técnica y los recursos. Pero el vacío y la necesidad sanguínea de escribir son irreemplazables.
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La filosofía en la literatura: la filosofía se debe presentar en la literatura (si es que se presenta) como la sugerencia de un iceberg. Todos conocemos ese manido esquema del iceberg, en cuya punta se nombra eso que perciben los sentidos y en cuya fracción sumergida se nombra lo que no se ve. La filosofía está en ese fondo, a menos que el relato la necesite en la punta. Un canillita en la calle jamás diría algo como: sé que pronto mi vida se llenará de abundancia porque creo en la teleología, una doctrina que postula que el mundo tiende hacia un destino inevitable. Más bien expresaría su creencia teleológica de una manera como sigue: sé que Dios proveerá, en caso de ser creyente; o bien: sé que todo mi esfuerzo: levantarme de madrugada, trabajar todo el día y tratar bien a los vecinos, muy pronto será recompensado. En la literatura importa la verosimilitud y la afectación, que es una forma de la inteligencia; no la demostración pedante y ostentosa de un intelecto hueco.
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Para el próximo aforismo, voy a traer un poema de Bukowski que, a mí entender, tiene palabras de más. El poema se llama La chispa y me parece excelente, salvo por la última estrofa. Bukowski habla de la vida banal, la forma en la que la gente se somete deliberadamente a una existencia insípida. El trabajo, los entretenimientos baratos y carentes de profundidad, fundirse en la gente, en la impersonalidad. Después deja unos versos memorables, escribe:
entonces una cosa en mí decía, no, sálvala aunque sea el
pedacito más pequeño, no necesita ser mucho,
solo una chispa.
Una chispa puede incendiar
un bosque entero.
Solo una chispa.
Sálvala.
El poema debía terminar ahí, con esa maravillosa metáfora de la chispa y el bosque, que además sugiere la soledad y la vida que aún hay en él, sugiere Bluebird y la incertidumbre de los sueños no cumplidos. Sin embargo, Bukowski siente necesario contar lo que pasó después, y cómo se sintió, escribe:
Creo que lo hice.
Estoy feliz de haberlo hecho.
Qué cosa tan bella, afortunada
y puta.
Entiendo que el orgullo pudo empañar su visión. También comprendo cómo se le habrá inflamado el pecho cuando, después de trabajar por años sin siquiera poder comer algunas veces, lo logró. La incertidumbre, la soledad, el dolor, todo mezclado y superado. Y que ese sentimiento lo llevó a escribir estas últimas líneas sobrantes. Habrá quien discrepe, estoy seguro. Pero la emoción propia de los finales de los poemas yo la sentí en el anteúltimo párrafo. Precisamente con la palabra sálvala. El último me pareció un poema aparte.
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No creo que sea necesario escribir todos los días. Especialmente si estamos escribiendo una novela. Sí creo necesario pensar todos los días en ella. Una novela es como una persona que amamos, todos los días solemos dedicarles algún que otro pensamiento.
Hubo una época en la que solo podía escribir los viernes a la noche. Solo los viernes a la noche. Pero el resto de la semana dedicaba todos los viajes en colectivo a pensar en la novela. A estructurarla. Pensar en los personajes, en recuperar la trama, en agregar detalles. Y cuando podía escribir, las palabras surgían natural, endemoniadamente. Estoy seguro de que si no hubiera pensado en la novela mientras viajaba en el colectivo, la historia hubiera muerto, ese corazón que dependía de mí hubiera dejado de bombear sangre. El proceso de escribir una novela se parece a mantener una vela encendida. El viento son las actividades diarias, el tiempo y el ruido que se interponen en el proceso. La mano buena, la que agarra la vela, es la que escribe; la mano mala, con la que cubrimos la vela del viento, es la que piensa.
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Nunca te dejes impresionar por un texto escrito al estilo barroco. La belleza puede estar escrita de forma simple o compleja. Con palabras conocidas o con palabras de poco uso. Es muy fácil llenar un texto con palabras pomposas; lo difícil, siempre, es decir algo que valga la pena leer. Lo difícil es ser un buen barroco, y, no nos confundamos, es tan difícil como ser un buen prosista llano. Quien nace en Argentina hablará castellano. Quien nace en Francia hablará francés. Pero solo un argentino pudo ser Borges, y solo un francés pudo ser Flaubert.
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Sugerir, aludir. Nada más. No hay que llenar la narración de razonamientos, de lógica, de conceptos. Para eso están todas las demás disciplinas (filosofía, química, biología). La sugerencia, la alusión, despierta la imaginación del lector. Y es a la imaginación a quien debemos dirigir nuestras energías, mientras más cosas sugiera una frase, mayor será su eficacia. Cuando Mircea Caratescu escribió en El ruletista: Esa noche fue el entierro de la ruleta, que se borró de la mente de todos tal y como olvidamos, habitualmente, cualquier cosa que hayamos realizado a la perfección, esa sugerencia nos lleva a pensar, ¿olvidar lo que hacemos a la perfección? Y nos damos cuenta, con ejemplos de variada naturaleza, de que tiene razón. Si Mircea hubiera escrito, por ejemplo: “… cualquier cosa que hayamos realizado a la perfección. Como cuando uno termina de corregir un cuento y está conforme con él”, lo hubiera arruinado.
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El aforismo anterior me lleva a pensar en la ambivalencia de la literatura. Podría decirse que debe haber un equilibrio entre lo abstracto y lo sensible, entre la forma y el contenido. Lo más eficiente para escribir una historia es centrarse en una sola persona de carne y hueso, en lo particular de esa persona. Lo verosímil es decir que tenía un ojo mutilado y una cicatriz ganchuda en la pera. No que era feo. Es mejor decir que el personaje corrió a la casa arrastrando sus piernas de paréntesis. No que corrió rápida y costosamente. La puntualidad ejercita nuestra capacidad de imaginar. La imagen de las piernas con forma de paréntesis se puede sentir, percibir y comparar con los ojos abiertos, pero alguien que corre rápidamente no es algo que se quede por mucho tiempo en la memoria, es una expresión impersonal y lánguida. Claro que estoy hablando de casos puntuales, habrá textos en los que la acción está en otro lado y escribir “corrió rápidamente” o, «corrió con rapidez», es más que suficiente y necesario para no desviar la atención. El contexto es importante.
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No creo que uno debiera enfrentarse a la hoja en blanco sin la necesidad de escribir. Creo que se debe leer. Si leíste por una hora y no hubo al menos una frase que te haya hecho pensar, entonces creo que no prestaste atención.
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Escribir es un acto solitario. Podemos ayudar a otros, y pedir ayuda cuando la necesitemos, supongamos, preguntándole a algún amigo médico por un término específico. Pero, esencialmente, escribir es un acto solitario. Viajando solo a otra provincia, uno debe mirar con sus propios ojos, resolver, resolverse, pensar cómo actuará, pensar en qué comerá, dónde dormirá. En cambio, si se viaja con alguien, la mente divaga en conversaciones banales, y pensamientos condicionados por los otros. Para ver algo uno debe mirar solo.
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Cuando uno termina de escribir algo, sospecho que es casi imposible saber si está bien escrito. Rulfo no pudo leer a Rulfo. Cortázar no pudo leer a Cortázar. Quiero decir que Cortázar no se podía sentar un día a leer Continuidad de los parques y sentir la emoción de la belleza como si leyera a otro autor. La memoria se prostituye en otros autores pero es verduga en sí misma. ¿Cómo podría saber Cortázar que su obra era buena? Uno solo puede aspirar a saber que lo suyo está bien escrito, tarea únicamente intelectual, lamentablemente. Quizá el olvido y los años lograrán que termines disfrutando uno de tus poemas. Lo curioso es que la autoría del poema le pertenecería a otro, a la persona que fuiste, aunque compartan el nombre.
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De toda expresión se puede extraer algo, no importa que se trate de una película mala, o de un mal libro. Allí hay perspectivas esperando a ser descubiertas. De una pésima película puede surgir una idea revolucionaria. No se trata de lo que hay, sino de lo que uno es capaz de ver. La axiología es una ciencia individual.
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La ficción muestra a personas reales en situaciones improbables, a veces imposibles. Pero ignoramos ese hecho, quizá porque las circunstancias son menos importantes que el comportamiento de los hombres. Si X viaja al futuro, no nos preguntamos ¿Cómo lo hizo? No exigimos verosimilitud respecto de la magia. No tiene por qué haber solución de continuidad. Coexisten. En el terreno de la magia dirige la imaginación, no la lógica. No nos importa si una suerte de Lázaro contemporáneo vuelve a la vida. Nos importa cómo se comportará, qué cosas pensará, qué decisiones tomará. Nos interesa descubrir la profundidad de los hombres, es decir, de nosotros mismos. Las circunstancias son contingentes; no así la esencia de los seres humanos.
La historia de Gladiador no se encuentra en los libros de historia pero, ¿no elevó, acaso, tu espíritu a lugares insospechados?
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Se puede comenzar a escribir un cuento sin saber precisamente hacia dónde se va, el problema es que se abrirán muchas puertas que después se deberán ir cerrando una por una. Cuando uno comienza a escribir y ya sabe o intuye el final, es probable que en el primer borrador ya no sobren muchas cosas. Pensar antes de escribir es un buen hábito, y no excluye al inconsciente.
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Somos nosotros quienes vivimos. Es nuestro tiempo. No debemos dejar que la gente de la televisión o de los libros nos digan cómo es y cómo funciona el mundo. Debemos salir a caminar. Mirar, mirar hasta que se gasten los ojos y las cosas. Escuchar hasta que el silencio sea insoportable. Hay que olvidarlo todo para lograr ver algo.
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Al contar una historia, uno debe prescindir de todas las apreciaciones morales. No importa que se esté asesinando a alguien, o que se esté torturando a alguien, o que se esté matando un animal. Uno debe limitarse a contar lo que ve. Tampoco se deben hacer apreciaciones estéticas. Decir era horrible, monstruoso es menos efectivo que decir, por ejemplo: tenía una boca cosida donde debían estar sus ojos o lo que sea que ponga a girar la imaginación.
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La palabra inefable, si bien linda por sonoridad, estimula la holgazanería. Si algo es indescriptible, procura, acto seguido, no describirlo.
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Un buen recurso es usar el contexto de la historia para hacer descripciones. Supongamos que la historia se da en un convento. Hay monjas, sacerdotes y diáconos. Si pasa algo sorpresivo, sería una buena decisión escribir: al cura Montreal se le abrieron los ojos como ostias. Y no como naranjas o platos. Si alguien es avaro, como monedas de oro. Nuevamente, no es regla, solo sugerencia, posibilidad.
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Estudiar figuras literarias es una buena decisión para hacer consciente cómo funcionan ciertas estructuras, pero sin atenderlas como una doctrina.
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Las emociones alteran el discurso: Si alguien está narrando un hecho y se agita al narrarlo, es acertado omitir comas o escribir muchos y. Si hay una conversación lenta, podríamos narrar ademanes que suceden a lo largo de la conversación, describir más. La lentitud o la rapidez se deben sentir de todas las maneras posibles.
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¿Cómo piensa un personaje? Independientemente de si estamos hablando de un cuento o de una novela, es esencial saber que no somos ese personaje, que piensa distinto y nos debemos ajustar a su punto de vista. No ve igual la vida una mujer que un hombre, alguien de veinte años que alguien de sesenta, una persona sin un brazo que otra con todas las extremidades encastradas, una persona pobre que una persona aristócrata. Todas las preguntas que te puedas hacer, las agradecerá tu personaje, tu texto, y tus lectores.
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Enfrentarse a la hoja en blanco puede ser un desafío, en especial cuando se pasan días o semanas sin escribir, pero vale la pena pensar, por un segundo, ¿Qué te impide escribir? ¿A quienes pertenecen esas voces que llegan como desde el fondo del infierno? Hay formas más nobles. Cuando estoy escribiendo (el único momento en que puedo sentir que sé escribir algo), pienso en mis maestros. Los imagino detrás mío: el solitario Melville, el melancólico Rulfo, el feliz Stevenson, el universal Borges. Ellos me calman, siento que es mi deber honrarlos, y honrarme de esa forma. Ellos ya son inmortales, pero mía es la sangre. Mío el corazón que bombea sueños, pasión y esperanza. Sé que estoy condenado al fracaso, entendido como lo entendía Stevenson, sé que solo puedo trabajar para dar lo mejor. Si no logro hacerlo, al menos tendré la tranquilidad de haber trabajado con sinceridad y pasión.
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Nadie ve las cosas tan claras, nadie entiende con mayor precisión los misterios del mundo, como un hombre moribundo. ¿No ves que todos somos moribundos? Quizá me separen sesenta años de mi tumba, quizá muchos menos, pero todo el tiempo nos estamos muriendo, ¿no es ese motivo suficiente para vivir?
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El miedo: miedo al fracaso, miedo al éxito, miedo a la burla, miedo a los problemas, miedo a las soluciones, miedo a la ignorancia, miedo a la educación, miedo a dios, miedo al nihilismo. Cualquier miedo puede ser justificado, entendido, comprendido. Pero ese no es motivo suficiente para quedarse quieto. El miedo se disipa con el movimiento. Es la bruma que borra el sol. No hay otro camino que mirarlo a la cara. ¿Alguna vez te miraste hasta sentir miedo? Si la respuesta es no, significa que no has visto todo.
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Uno debe escribir porque existe algo más grande que uno que lo está guiando, que lo empuja como Sísifo empujaba su eterna piedra en su eterna pendiente. Algunos lo hacen por Dios, otros por una ley moral, otros por nobleza, otros por virtud, incluso por poder o por una mujer. Cualquier motivo funciona, siempre y cuando sea mayor que uno. Las consecuencias morales de tus textos no son tu responsabilidad. Es bien sabido que las filosofías nihilistas alimentan el espíritu como la cicuta alimentó a Sócrates… El mundo actual es nihilista, le sobran razones pero le falta memoria.
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¿Sujetos y objetos? ¿Mente y cuerpo? ¿Qué son esas dualidades? Cuando uno escribe, no escribe ni con la mente ni con el cuerpo, sino con una interacción, que no permite una escisión tan arbitraria. Si uno se limita a escribir solamente con la razón, será un intelectual insípido; si se escribe solamente con el cuerpo, se escribirá una pasión desmedida, sin sujeción. El intelecto y la pasión, juntos, dan lugar a la prudencia, la nobleza, el honor, la valentía, virtudes que se han ido desperdigando a los costados de la historia mientras aquellos dos tramitaban el divorcio.
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En el Fedro, Sócrates narra una alegoría en la que un hombre conduce dos caballos, uno dócil y otro indócil. El hombre representa la voluntad, el caballo indócil la pasión y el dócil la razón. En el Fedro se aduce que lo mejor sería aliar al caballo dócil para que de esa manera, jinete y caballo manso, dominen al indócil. ¿No es lo que sucede hoy en día? ¿El mundo no está lleno de infelices debido a la aceptación acrítica de esto? ¿Que la pasión se arrodille a la razón? De ser así, yo debería dejar de escribir para siempre y limitarme a tener la vida burocrática que me volvería el ser mas despreciable y pusilánime que conocería, tanto que me alejaría del sol por el hecho de no soportar mi propia sombra, y no podría vivir en una casa con espejos.
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Si se me permitiera una permutación, interpreto que es más lógico pensar que el conductor del carro debería ser la pasión, mientras que los caballos deberían ser la razón y la voluntad. Pensemos seriamente. ¿Es la voluntad la que nos indica cabalmente la dirección en la que nos debemos mover? No, la voluntad solo es el movimiento, sin importar hacia donde. ¿Es la razón la que nos indica hacia dónde debemos movernos? Tampoco, la razón entenderá muy bien de lógica, pero sin intuiciones es tan ciega como un murciélago. Solo la pasión entiende qué actividades hacen que la sangre cobre algún sentido. Los instintos más profundos. Pensemos en alguien que elige pareja por el simple y llano uso de la razón. Este singular personaje piensa, por unos instantes, algo así: esta persona me conviene por tal y cual motivo. ¿Conviene? La pasión no entiende de conveniencias. La felicidad no entiende de conveniencias. La vida no entiende de conveniencias. El espíritu no entiende de conveniencias. Un hombre noble prefiere morir por sus ideales que vivir de forma razonable.
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Otra interpretación. Pienso en otra posibilidad, quizá más cercana a lo que Sócrates buscaba transmitir. Cuando una persona se conoce, es capaz de reconocer sus pasiones, pero es imposible sostenerse en el tiempo guiado por la pura pasión. Llevándolo a lenguaje matemático, imagino que el carro alado dibuja un vector, la pasión sería el sentido, el horizonte hacia donde queremos ir; la razón sería la dirección, la ruta de carriles opuestos que debe reconocer qué decisiones apuntan hacia nuestro horizonte y cuales no. La voluntad sería la que determina la magnitud del vector.
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El arte está en todas partes, no te dejes embaucar por imbéciles que solo por ser mayoría creen que el arte con mayúsculas se puede encerrar en una serie de edificios. La naturaleza es el libro perfecto, pero también es el más obvio, y como tal, fácilmente se invisibiliza. En la antigüedad, el concepto de arte no existía, porque todo se hacía con actitud artística. El ojo puro sabrá ver. Purificar el ojo es la tarea más empinada.
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Una buena obra es accesible a cualquier lector. La calidad del lector es la que determina la profundidad de la obra. Pensemos, por ejemplo, en Frankenstein. Un lector flaco, principiante, se limitará a leer una novela de aventuras en la que un científico crea un monstruo que mata a toda su familia. Esa es la lectura más superficial. Ese lector leerá con impaciencia los esfuerzos poéticos de Shelley y no prestará demasiada atención a las descripciones. Un lector asiduo comprenderá que dentro de la historia, Frankenstein no representa el mal, sino la soledad, la irresponsabilidad de su creador, la incomprensión. Comprenderá que, aunque el punto de vista se centre en el creador del monstruo, uno debe abstenerse de emitir juicios morales. Reflexionará más. Un lector muy ávido, reparará en las licencias poéticas, reconocerá influencias, disfrutará de las citas, captará la arquitectura concéntrica de la historia, entenderá el dilema ético y científico que plantea.
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Un escritor no tiene nada, ni dioses, ni patria, ni amigos, ni familia, en términos de escritura. No debe casarse con nadie. Es simplemente un cronista cuyo único interés es contar una historia. Una historia estará bien contada en tanto y en cuanto se haya omitido todo lo que sería un exceso si se nos dijera que de cualquier manera, la obra se publicará como anónima. Porque, de hecho, toda obra es anónima.
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Lo que no te mata te alimenta.
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Un sueño claro vale la soledad, la tristeza, la incomprensión, incluso la locura.
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Forma y contenido son lo mismo. La carencia de este entendimiento significa hacerle perder el tiempo al lector.
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Asegúrate de que tus personajes sean tan distintos a vos que tengas que encerrarlos bajo llave para que no se escapen. Es probable que al principio todos parezcan iguales, pero con el tiempo uno aprende a crear personas reales. Llegará cuando te des cuenta de que tu sola perspectiva es tan incompleta y mezquina como el tiempo. Crear es aprender a desprenderse.
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La meta es una estupidez cuando se comprende que el camino es lo único que existe. No hay meta, no hay futuro ni pasado. Vivir consiste en ser todas aquellas cosas en el presente.
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Uno no puede elegir sus temas. Con el tiempo he empezado a discernir entre escritura analítica o razonada y escritura inmersiva, narrativa o subyacente. La primera surge del conocimiento, de las técnicas narrativas, de las palabras seleccionadas y de la artesanía. La razón es clave en este tipo de escritura. Cuando por ejemplo, tengo mil caracteres para escribir sobre algún autor, selecciono los hechos que me parecen capitales en base a un criterio propio y razonado para después hilar frases concisas y elaboradas. Este tipo de escritura no apela a la ceguera, a la emoción, a las pasiones ,o, a los sentimientos, se parece más a la estructura que se le daría a un ensayo: existe una idea, se plantean fundamentos, argumentos, preguntas, conclusiones. La elaboración es principalmente razonada, lógica, carente de contradicciones. Por otra parte, la escritura subyacente es la que se ejerce en la elaboración de una historia, ya sea un cuento o una novela. Uno puede controlar ciertos parámetros, puede saber el principio y el final de su obra, pero debe procurar no conocer del todo el camino, cuya importancia es tan alta como la del resto. Al escribir ficciones, se encarnan personajes repletos de contradicciones, deseos, pasiones, y, en ese proceso de inmersión, uno mismo se vuelve la contradicción, se abstrae al terreno en el que sobreviven los personajes y actúa en base a estos, los posee o es poseído.
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En los lugares revestidos con cierta aura de espiritualidad y reflexión, hay algo de lugar común, de vulgaridad aceptada por ósmosis. ¿Cuál es la diferencia entre la playa de moda y el Machu Picchu? Ambos son conocidos por fotos. No acudimos a una búsqueda, sino a un encuentro. El alma que es realmente libre no necesita que le señalen las cosas. El alma libre es capaz de encontrar el milagro incluso en la casa que le da almohada y noche hace cincuenta años. No es necesario alejarse demasiado si la búsqueda es honesta. Hay un pueblo esperándote a veinte kilómetros, pero no estás dispuesto a abrir tus ojos por primera vez, y te alejas quinientos para comparar imágenes. Hay en tu interior todas las cosas, de nada sirve que los paisajes viren a tu alrededor si dentro hay un árbol que nadie riega. De nada sirve toda la flora y la fauna si al árbol interior no llegan ni el agua ni el sol.
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¿Cuántas veces encontré fragmentos de mí mismo escribiendo? En medio de ese sueño diurno, casi involuntario, vislumbré un ojo, un labio, una comisura, una arruga, partes de mi propio laberinto. Me busco como el ciego busca las palabras en el braile, como el aldeano se busca en medio del campo y del sol. Cuántas veces me sumergí en la locura de mí mismo, cuántas no pude volver, cuántas regresé. Cuando escribo no sé lo que voy a encontrar, a veces incluso termino de escribir con cierta vergüenza, porque no es la razón la que escribe, no es un acto voluntario y consciente, a veces escribe el que en verdad soy, el puro, y yo solo atiendo su dictado como un amanuense diligente. No, no siempre soy yo el que escribe. A veces estoy a la altura de mí mismo.
44
La poesía es la argumentación estética de un milagro.
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Recuerdo haber escrito, hace unos meses, una expresión parecida a esta: Uno lo miraba y se preguntaba cómo un bebé rosado, tierno y maleable pudiera transformarse en ese semental de ciento veinte kilos, barba vikinga y piel de roble. Este recuerdo vuelve a mí al encontrarme con una expresión de Onetti, más concisa, linda y equidistante: parecían haber sido paridos así, robustos, veinteañeros, gritones y sin pasado. Fue su frase la causa, y el efecto fue el recuerdo. Los dos expresamos lo mismo: la perplejidad ante un cuerpo enorme, lleno de matices, aristas, detalles y mitología; pero la expresión es muy distinta. Sonrío por la diferencia, por la distancia, por ese asombro que nos une.
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Una frase puede ser excelente pero no corresponder con un texto. No siempre es una frase en sí lo que emociona, sino la forma de llegar a ella. Si uno pudiera recordar la cumbre de una gran montaña y colocarla sobre una plaza, no sería ya una cumbre, sino un simple montículo, incluso sería molesto si se lo coloca sobre una calle llana. A veces la emoción se puede despertar con una frase muy simple, por ejemplo: «¿Ves, Manuel, como todo se acomoda?» Leída así, la frase no hace más que suscitar otras preguntas, pero como final del cuento correcto, puede incluso emocionar, ¿Quién escribirá ese cuento? No lo sé. Lo cierto es que casi cualquier frase puede ser cumbre si uno, previamente, levanta el resto de la montaña.
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Me cansan rápido mis opiniones, escucharme me provoca tedio cuando sueno definitivo. Mientras escribo puedo cambiar. Esa tarea de hablar con los personajes, que roza la esquizofrenia, me satisface, me alegra, me permite ver otros puntos de vista que también se hallaban ahí, empolvados. Un escritor, un ser humano en general, está perdido cuando tiene más certezas que dudas.
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Intuición: Más de una vez me ha pasado que la intuición es más inteligente que la razón. La última vez fue hace unos días: estaba escribiendo un texto y surgió la siguiente frase: «la charla tuvo sus buenos momentos, pero en general me pareció solo un pastiche de clichés que rondan las redes sociales, como aquel que repite un discurso político». La curiosidad se encuentra en la palabra pastiche. Cuando la escribí, no sabía su significado. Quiero decir, probablemente la había escuchado muchas veces, pero si me preguntaran por el significado de la palabra a secas, no hubiera sabido qué responder. Sin embargo, no dudé en dejarla ahí para después revisar el diccionario. Sé que la escritura es, en muchos casos, un proceso inconsciente, y que esos sucesos no son algo ajeno a su dominio. Muchas frases, muchos párrafos, operan de manera similar. Por eso se suele decir que escribir es enviarse una carta cuyo contenido no se podría conocer de otro modo. Leer es reconocerse, como en un espejo; escribir es conocerse, como en los ojos de un viejo enemigo.
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La sangre hierve. Asumir ese riesgo inevitable.
50
Se trata de contar historias, no de explicarlas. Ante la duda, consultar cualquier narración de Kafka.
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